En su camino unos ojos se cruzaron y la miraron pero no fijamente, sino con una mirada furtiva, de aquellas obsequiadas entre desconocidos en la calle. Detrás de ese sujeto se encontraba un vidrio que le sirvió de espejo, en él vio una puerta abrirse a sus espaldas, la luz atravesó su cuerpo. Ella no sabía que estaba muerta.
Se miró las manos pálidas y transparentes, observó sus rodillas maltratadas, tocó algunas heridas del rostro, ninguna huella de sangre a la vista. Se arropó a si misma en un abrazo y no fue capaz siquiera de sentir su frío. Ella ya sabía que estaba muerta.
Con la mirada perdida en el reflejo de la puerta, contempló aterrada el pasado: Vio la negrura del día y sintió los golpes del asfalto; recordó el agudo dolor de una despedida. Ella se sentía sola… y muerta.
Buscando lágrimas en las mejillas se enjugó la soledad de la noche, caminó con paso vacilante hacia la orilla, donde las olas del mar la llamaban con canto de melancolía. Vio entre espuma a nereidas y tritones, fijó rumbo al filo de la Luna; sintió el frio placentero del hogar. Ella se sabía muerta, pero en casa.
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